María Celina Núñez
Madrid, 1963
Es Licenciada en Letras y magíster en Literatura Latinoamericana. Narradora, crítica literaria y poeta. Autora de los libros de cuentos "Maleza" y "La fumatrice y otros relatos", y de los libros de crítica "Del realismo a la parodia. Marcas para un mapa de la narrativa venezolana de los '90" y "Racionalismo y Empirismo en la Obra Gramatical de Andrés Bello". Su poemario “Los Jardines de Versalles” será publicado próximamente por la editorial Memorias de Altagracia. Dicta Talleres Literarios y de Expresión Escrita presenciales y online desde hace ocho años. También ejerce el Coaching Creativo dirigido a la escritura literaria, la escritura académica y la escritura en general. Sus textos han sido recogidos en antologías de Venezuela, España y Argentina. Desde 1992 colabora con la prensa cultural.
Selección de textos:
A deshora empleo este bolígrafo como un escalpelo que no encuentra cuerpo alguno. Inexplicablemente mis comisuras se contraen en una mueca sinuosa -una sonrisa se diría- ante la imposibilidad del hallazgo.
Vuelvo a los días de ayer. A ti, mujer de ojos redondos. Tenías unos ojos grandes enmarcados por unas cejas oscuras y arqueadas, las pestañas abundantes. Un círculo marrón alrededor de las pupilas, playas que rodean cada círculo oceánico, profundo.
¿Cómo escapar de la nada cuando ésta se presenta bifurcada?
Deambulo por la ciudad buscándote. Un bar tras otro me niego a aceptar la distancia entre Caracas y tu lugar.
Los bares de San Martín están abiertos hasta el amanecer. Las ficheras me tratan como a una hermana. Acepto las canciones de Julio Jaramillo. Ya todas las sé de memoria porque me he vuelto obediente al gusto de los demás.
Las luces de las rocolas son todo mi escenario, cerca de esos hombres con barriga de cerveceros que beben cerveza, seleccionan las canciones, se sientan en mi mesa y tratan de convencerme de salir a bailar.
Después de tomarte tu tiempo has venido a buscarme. Hoy estoy contigo y en este momento duermes a mi lado satisfecha, complacida con el periplo de ida y vuelta: primero sola en tu carro y luego conmigo en el que consideras mi lugar.
Te da lástima imaginarme durmiendo sola. Piensas que el lado izquierdo de esta cama de hotel me es indispensable.
Un día quise explicarte que en verdad no duermo sola pero tu mirada incrédula me hizo desistir. Por eso hoy te lo digo mientras duermes: ¿Recuerdas el almohadón de plumas de Quiroga? Yo descanso sobre uno igual.
Arándanos
¿Qué clase de mujer podía ser aquella que había tomado en serio semejante pregunta y había presumido de conocer la respuesta?. Una cena resuelta, había dicho Max. Cuando cambiaron la música de Brahms para The Cramberries se había sentido aliviado: sólo tenía que lidiar con el tormento del hambre. Como haciéndole coro a Delores O’Brien, gritaba Salvation cada vez que el gordo llamado Pedro se asomaba desde la cocina para decir que pronto, ya dentro de nada, estaría el soufflé. Tampoco le parecía un buen menú para saciar el hambre de día y medio. Se lo había dicho a Max cuando coincidieron en la puerta del baño: no se suponía que concluyera así tan larga espera.
Con el paso de las horas y a falta de algo mejor, se había ido concentrando en aquella mujer que sólo bebía vino blanco “que es lo más suave que me pasa por la garganta”. Le miró los ojos y pensó que podrían haber sido bonitos. Pronto modificó la conclusión: habían sido bonitos pero ahora esas ojeras hinchadas eran casi un sabotaje. Casi porque cuando llegó ni siquiera reparó en ella, pero cuando salió con lo del vino la miró mejor. Era una snob, sin duda, pero pensó que si supiera de fotografía le gustaría retratarla: como buen rostro extraño, tenía unos ángulos que podían ser una delicia. Se acordó de su cámara. La había conseguido a buen precio después de buscar varios meses: una Pentac de segunda mano. Fue lo último que vendió. Comenzó por los cuatrocientos dólares que había estado guardando para darse una vueltica por algún lado. Le habían dicho que Brasil era muy barato para alguien como él, sin pretensiones.
Cuando todo empezó a ir mal, se negó a aceptarlo. Los dólares lo sacarían de apuros y todo continuaría como siempre. Con los libros fue más difícil: pasó semanas seleccionando los prescindibles hasta que comprendió que, de seguir así, no habría venta. Le dolió salir de la colección de Trotski porque era una herencia. Pero luego pensó que esos libros, como todo lo leído, estaban en su cabeza, que el objeto era lo de menos y que había que sobrevivir. Nunca había tenido bienes u objetos de valor. Algunas cosas de la casa en la que había vivido en los últimos tres años se hubieran vendido muy bien, pero pertenecían a su familia. Varias noches se desveló pensando en el desfalco, pero al final no se atrevió. Cuando le dijeron que tenía que irse de la casa, se dijo que con dinero para tres meses sería suficiente, que en ese tiempo todo en su cabeza volvería a la normalidad. Para ese momento sólo le quedaban la computadora y la cámara fotográfica. Decidió con una facilidad sorprendente: en lo sucesivo escribiría a mano. La cámara era otra cosa; apenas si sabía manejarla, apenas si había tomado dos rollos de fotos y el segundo esperaba desde hacía meses por ser revelado. Pero era lo único que le resultaba desconocido después de tres años; lo único que había dejado para después pensando que el tiempo no se quebrantaría. El único instrumento que, como una pinza, le permitiría agarrar de nuevo la realidad. Vendió la computadora, botó un montón de papeles y se fue. La plata sólo le duró mes y medio. Ahí tuvo que vender la cámara que ni siquiera había tocado en ese tiempo. La cosa no fue mejor; por una Pentax de segunda, algo más vieja de lo que había pensado, le daba para pagar el cuarto dos meses. Desde entonces, una inteligencia fotográfica se había apoderado de él. Sufría arranques de inspiración en los momentos más inesperados. Como ahora, muerto de hambre, aburrido e irritado por aquella mujer cuyo rostro feo ya había retratado desde mil ángulos. La mujer hablaba poco pero parecía saberse al dedillo todas las letras de The Cramberries. I’m free to decide, free to decide. Difícil creerlo de alguien que tiene la neurosis propia de las exniñas de colegios de monjas. Ya debía ser una treintona, pero ésa era una marca que no se borraba nunca.
El gordo llamado Pedro había vuelto a asomarse jurando que ahora sí. La mujer dijo que ella normalmente comía poco, pero que si no servían pronto, ese vino le iba a caer mal. Entre la cara de la mujer, fea pero interesante, y The Cramberries, la espera se estaba volviendo tolerable, tanto que su hambre casi sentía pereza de ser satisfecha. La sensación en el estómago se había suavizado como una caricia y, aunque quería comer -para eso había ido- le costaba sacudirse de ese estado suspendido. Sin detenerse mucho en la conversación, se había concentrado en esa mujer pensando que por qué no, que había pasado tanto tiempo desde la última vez y que seguramente en la cama diría menos tonterías -al menos él estaba dispuesto a dejarla hablar menos-. Quiso pensar cómo se habría visto a los veinte años y por esa rendija se coló Catalina.
La mujer de las ojeras se parecía a Catalina, por eso le había gustado aunque no la había encontrado bonita. Cuando su vida empezó a desplomarse, la imagen de Catalina se volvió recurrente. En los diez años que llevaba sin verla pensaba en ella de un modo esporádico, siempre como algo querido pero pretérito. Después de dejarla había amado a otras y esa muchacha de veinte años se había convertido en un recuerdo dulce que ocupaba un lugar privilegiado. Pero todo se quebró: Inés ida de la casa, él tratando de sobrellevar ese techo sin ella, él olvidando qué día era hasta el punto de perder el trabajo; él planificando irse de una vez por todas para la mierda; y la llamada de su tío confirmando lo anunciado seis meses atrás: la casa se vendía. A partir de allí, la cara de Catalina había comenzado a presidir su vida. En esas semanas, más que nunca, se arrepintió de no haber conservado fotos de ella. Repasó detenidamente los dos años que estuvieron juntos. Quso escribirlos como si con ello pudiera rastrear en qué momento su vida había comenzado a perder el rumbo, hasta que se acordó de por qué, queriéndola, la había dejado: él nunca supo bien qué quería hacer pero comprendió que con ella no hallaría el camino. Dejó la idea de escribir pero soñaba con aquella muchacha de ojos somnolientos que probablemente ahora debía verse como la mujer ojerosa que tenía en frente. Porque las dos tenían los ojos iguales, por eso se había enganchado con la snob: ojos rasgados, mirada escurridiza. Comprendió que Catalina ya no podía ser joven. Pero en los sueños que lo habían cercado por tantas noches, la veía de dieciocho años, subiendo por la carretera de El Junquito, tomando cerveza con chinotto y desabotonándose la blusa en medio de la neblina que entraba por la ventana del Maverick.
Cuando se fue de la casa, después de haber vendido los libros y haber pensado hacer lo mismo con algunos muebles aunque lo tildaran de ladrón cuando ya estuviera bien lejos (así podría llegar a Madrid y no tener que conformarse con más trópico), el rostro de Catalina se desvaneció. Los meses fuera de la casa habían sido aún peores. Primero no comía porque no le daba la gana, porque se estaba dando tiempo para salir de ese marasmo y largarse de una vez por todas. Pero sin darse cuenta, un día llegó la dueña del cuarto a preguntarle si se iba a quedar un mes más y dijo que sí y pagó. A partir de entonces fue cambiando los dólares cada semana y desde hacía un mes vivía como quien dice de la caza y la pesca: es decir, de los resuelves de los amigos. Por eso, cuando esa noche Max le habló de la cena, la pareció ideal. Pero ya llevaba más de dos horas esperando, medio borracho, deprimiéndose cada vez más y loco por safarse de esa falsa Catalina, de esa ojerosa monjil que ahora estaba colgada de él como de una perchera.
Iba a darle la excusa de que necesitaba el baño, cuando reparó en que todo ese tiempo cerca de la mujer había estado escuchando The Cramberries y sintió un aturdimiento retardado, una saturación que bien podría convertirse en vómito. Fue entonces cuando alguien preguntó qué significaba cramberries, todos se quedaron como si nada pero la flaca ojerosa respondió “arándanos” y, ante la mudez de todos, remató “¿no me van a decir que no saben lo que es un arándano?” Siempre hay alguien que es el encargado de comenzar las carcajadas y el gordo llamado Pedro, que en ese momento salía para decir que por fin el soufflé estaba listo, fue el más indicado. Entre risas todos avanzaron hacia la mesa del buffet. Entonces, él aprovechó el éxodo para correr en sentido contrario antes de que la erudita reparara en su huída.
La noche continuó siendo de perros, pero se llevó en la chaqueta una botella de vino y un montón de ruedas de pan que seguramente alguien iría después a buscar en la cocina. Ya en la calle se preguntó qué clase de mujer podía saber lo que era un arándano y qué clase de tipo podía pasarse más de dos horas mirándole la cara a una mujer así.
© fotografías José M. Ramírez